No hay nada desinteresado en el arte, como tampoco lo hay en el sistema de las relaciones inter-personales. Todo proceso de selección, detección, asociación o acumulación de patrones estéticos e ideológicos, incurre por naturaleza en una suerte de egoísmo mesurado en el que siempre habrá un beneficiario y uno o varios perjudicados. Creer que se puede “hacer algo que no conduzca a nada”, según la máxima de Francys Alyls en su intento de conducir el arte hacia las aporías del absurdo y el sinsentido, me parece por demás un pensamiento cínico y embustero, en los predios de la reproductibilidad técnica y la pérdida del aura artística donde todo dentro del juego vale.
Por el contrario, prefiero pensar que tras toda acción “desinteresada”, se refugia un fundamento de fuerza mayor donde los medios discursivos proclaman la ruptura de los hábitos y las convenciones que demarcan los sujetos –socialmente construidos-, y sus disímiles sistemas de pensamientos. Justamente, ante la disyuntiva que media entre la creación entendida como la sumatoria de varias partes pre-establecidas, y la aleatoriedad como esencia misma de la narración estética, se coloca la producción visual de la artista Yeny Casanueva (La Habana, 1980).
Capaz de desplazarse hacia varios terrenos como la instalación, la pintura y el performance, la artista acaso se apoya en una detonante creacional que despunta desde sus pasos germinales: el cuestionamiento y diálogo constante con el proceso de producción mismo, generando grandes composiciones que invierte en su sentido lógico operatorial. Para ello, parte de la finitud materializada en lo efímero o terminal, para discursar sobre códigos como lo bello, lo eterno, lo sublime, y al mismo tiempo, lo inoperante, irracional e inmóvil de las culturas ideológicas actuales, suscitando así las más diversas y aisladas lecturas.
“Ni muy lobo ni muy caperucita” (2005) parece imantar la premisa del arte como posibilidad y experimento, como gran acción desacralizadora que invita al espectador a “comerse la pieza”. En su afán de quebrantar la estructura de secuencia lógica que incita a reproducir las partes previsibles en la propia realización de la obra, dispone de 800 paquetes de galletas de soda organizadas por todo el interior de la Galería L. Así, su estética se enfrenta a un pensamiento político, en tanto propone nuevas maneras de entender la realidad artística, cuestionando las dinámicas circulatorias para el arte y sus procesos, y desarticulando el espacio galerístico como zona jerárquica de enunciación, en la que solo el artista expone sus inquietudes.
El caos producido por la acumulación arbitraria de objetos y materiales desechados (orgánicos e inorgánicos), es traído nuevamente a “Fantomas, la güija y la oblicuidad de los agujeros negros” (2006), para proferir una historia sin fin ni centro, carente de una estructura definida y sin posibilidades de penetración intelectual. En su lugar, la idea de arte como lenguaje es re-orientada en función del no-texto, el no-lenguaje y la anti-narración. En ese sentido, la abstracción visual es construida a partir de la asociación como operatoria, contraponiendo elementos totalmente inservibles, pero que arrastran consigo toda una trayectoria semiótica-discursiva del lugar donde provienen. ¿Acaso esto subvierte las funciones para las que fueron construidas estos objetos, o acaso le incorpora dicha carga sensorial a la obra de arte, dotándola de nuevos significantes?
La representación de esta serie de acciones inoperantes ante cualquier lógica expositiva que recrean terrenos simultáneamente abstractos y provocadores, se materializa igualmente en la necesidad de instalar en el espacio. De esta manera arriba a “Carne, plomo y vacío” (2002), donde se reapropia de tres estructuras particulares como reflejos del individuo, y la relación de este con el macro-mundo donde se desarrollan el resto de los componentes sociales y mercantiles y los dispositivos de comunicación. El plomo constituye el contexto circundante, entendido como un medio único e inamovible; la carne representa la propia raza humana a través de su descomposición, mientras que el vacío se lee como la posibilidad de una nueva situación, abierta a receptores y actores capaces de dinamizar las ortodoxas maneras de comprender el arte.
Pero la búsqueda de nuevos horizontes creacionales en la obra de Yeny no termina. Por eso no es fortuito que parta del cubo como objeto físico y exacto al redimensionarlo y resemantizarlo llevándolo a su configuración pictórica, dando paso a una nueva serie titulada “Nido de espectadores”. Una vez más, se trata de fusionar disparidades e imperfecciones estéticas referidas a la materialidad del objeto y su asociación con los valores sensoriales. Solo que, en este caso, enmaraña la predictibilidad del espectador que se enfrenta a una forma geométrica matemáticamente perfecta, con ciertos desvaríos.